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Apasionado de la escritura y de la lectura. Con larga experiencia en el mundo de la consultoría y de las entidades financieras. Aficionado a la práctica del deporte, en particular del baloncesto, del esquí y del montañismo. Profesor de la Universitat Politècnica de Catalunya. Consejero de varias sociedades, entre ellas de Triodos Bank, N.V. Economista y Doctor en Administración y Dirección de Empresas.

lunes, 20 de octubre de 2014

No quiero vivir en un mundo así (primeras páginas del prefacio de mi próxima novela)

No quiero vivir en un mundo así. Ayer me desperté con la noticia de que habían puesto un nuevo radar. No podía creérmelo. Esta vez a tan solo 200 metros de mi casa, en un lugar insólito, una calle que da a un camino forestal. Casualmente el radar esta orientado hacia la ligera bajada que hace la calle con una velocidad máxima permitida en la zona de 30 km / hora. Es muy difícil llevar una velocidad inapropiada en ese lugar. La calle no es muy amplia y se puede aparcar en ella, además, antes de llegar al radar hay unas bandas rugosas. Se puede pasar por esa zona a 40 o 50 km por hora, como máximo pero difícilmente a mayor velocidad. En 20 años que llevo viviendo en el barrio, no ha habido un solo accidente y, desde luego, no lo ha habido jamás en el lugar en el que se ha instalado el radar salvo una vez hace años en que una motocicleta atropelló a un gato.

En cualquier caso, vivimos una evolución imparable. Hace un tiempo, algún probo funcionario, provisto de no se sabe qué informes técnicos, dictaminó que, para mayor seguridad de la ciudadanía, en esa calle debían fijar una velocidad máxima de  30 km / h. Tiempo después y, aprovechando las posibilidades que ofrece la tecnología, algún político municipal, supuestamente investido por la delegación del ciudadano a través del voto, ha decidido que el tráfico en esa zona incorpora tantos riesgos para los vecinos que había que instalar un radar de velocidad. Estamos ante una decisión difícilmente apelable e indirectamente democrática. ¡Cómo vamos a cuestionarla!

O, ¿será el motivo real de la instalación del radar otro muy distinto?

No quiero vivir en un mundo así. Cuando salgo de mi casa para ir al trabajo y me desplazo en coche me domina el stress y el miedo. En dos kilómetros a la redonda de mi domicilio encuentro hasta seis lugares en las que las silenciosas trampas tecnológicas esperan un pequeño despiste, un desliz, o simplemente que la velocidad a la que uno circula, exceda ligeramente aquella que un ejército de cargos públicos han decidido que es la más adecuada para la seguridad del ciudadano o para vaya usted a saber qué.

Estoy perdiendo facultades, ya no conduzco con la soltura de antes, ni presento los reflejos adecuados porque estoy más ocupado en interpretar lo que me indican la multitud de señales y en estar atento a la ingente presencia de radares, controles y todo tipo de artilugios instalados para velar por nuestra "seguridad", que mi conducción se ha hecho torpe y peligrosa. Por otro lado, como la de la mayoría de conductores con los que me cruzo por las vía públicas, afectados por ese mismo virus del híper control que genera falta de reflejos y estupidez. Por favor, ¡dejen de preocuparse por mi seguridad!

No quiero vivir en un mundo así. Luego veré en la televisión a algún cargo público que de manera ufana nos hablará del descenso en las muertes provocadas por accidentes de tráfico –hecho del que me congratulo- y utilizará cualquier estadística de manera torticera para justificar más y más controles, más y más miedo, peor conducción. Lo que no sabemos es si esa menor siniestralidad se debe solo a los múltiples controles o a la mejora en la seguridad activa y pasiva de los vehículos y a la mejora de las carreteras y de las infraestructuras viarias. Las estadísticas están siempre al servicio de quienes las interpretan oficialmente. Jamás sabremos la verdad.

No quiero vivir en un mundo así. Porque si solo fueran los absurdos y sesgados controles de tráfico podría conllevarlo como una pequeña molestia de la sociedad moderna pero, el tema es mucho más serio. ¿Desde cuándo en los países occidentales una de las formas principales en las que se mide la aportación de los parlamentos a la sociedad es la llamada "producción legislativa"? Hay que reconocer que es paradójico que los representantes del pueblo midan su aportación por la cantidad de leyes y reglas que publican y no por la calidad de las mismas o por otros parámetros tales como el incremento de la calidad de vida, la disminución de las desigualdades o el nivel cultural o de felicidad de la población.

Norma sobre norma, ley sobre ley, reglamento sobre reglamento. Lo del tráfico es un juego de niños comparado con lo difícil que es vivir en nuestra sociedad moderna. Es tal el maremágnum de reglas que se hace complejo cumplir con aquél principio de que "el desconocimiento de la ley no exime de su cumplimiento". Eso sirve cuando las reglas son pocas, relevantes y con amplio consenso social pero no es de utilidad cuando la maraña de normas es enorme, indescifrable, poco importante y en muchos casos discutible.

No quiero vivir en un mundo así. Un mundo híper regulado empuja al ciudadano a actuar en función a las reglas dejando en segundo plano la moralidad o el porqué de los comportamientos. En un mundo racionalmente regulado, la moralidad y la responsabilidad del individuo juegan un papel relevante, crítico para la conformación de la vitalidad de la sociedad. En un mundo híper regulado, la moral decae, pierde importancia, porque lo único relevante es el cumplimiento de las normas. Es tal el peso de estas en la sociedad que un buen ciudadano acaba siendo aquél que cumple con las normas sin más, aunque luego sea capaz de cualquier felonía o atropello motivado por conductas reprobables o de dudosa ética mientras no contradigan norma alguna.

No quiero vivir en un mundo así, en el que, además, la legitimidad de aquellos que dictan las normas está en cuestionamiento constante y que se basa en estructuras administrativas y políticas cuya principal finalidad es la de perpetuarse.  Si por lo menos las reglas fueran iguales para todos y la exigencia de las mismas a todos los ciudadanos y estamentos, fuera similar, una vez más podría estar dispuesto a transigir y lo interpretaría también como el precio de vivir en una sociedad moderna. Pero no es así, mientras que las indefensas clases menos favorecidas y las clases medias viven sojuzgados por ese “gran hermano” que todo lo sabe y todo lo ve y que reclama el derecho a todo saberlo y todo verlo como si por el solo hecho de ser “lo público” tuviera una bondad divina que le diera el don de la infalibilidad, las clases altas y los grandes poderes internacionales siguen encontrando todos los resquicios del mundo para saltarse las reglas cuando les da la gana.

No quiero vivir en un mundo así. No me gusta que sea o pueda ser de dominio público que haya enviado una pequeña transferencia a mi tía de Castellón o que me haya vendido una moto y que una maquinaria impersonal tenga una lupa tecnológica sobre cualquiera de esos hechos para sancionarme si he incumplido alguna de las múltiples normas que no soy capaz de memorizar y mucho menos, de imaginar. Mientras todo eso pasa y las reglas caen sin piedad sobre el desprotegido ciudadano, los grandes poderes internacionales no saben, no quieren o no pueden, imponer las reglas de juego acordadas hace mucho tiempo y que deberían capacitarles para que alguna potencia cuyo nombre no mencionaré dejara de masacrar impunemente a una población indefensa. Eso es lo que pasa cuando nos llenamos la boca con declaraciones, reglas, normas y edictos, que nos olvidamos de lo que es moralmente correcto y del papel supremo del ciudadano por encima del de la maquinaria social.

No quiero vivir en un mundo así. Mientras usted lee estas líneas, algún algoritmo supuestamente “inteligente” estará analizándolas para aportar información a la base de datos de alguna gran corporación global que me tendrá convenientemente fichado por las cosas que yo digo o que los demás dicen de mí, sean ciertas o no, en el ciberespacio. Querrán saber lo que pienso, querrán anticiparse a lo que pueda hacer o, simplemente querrán saber lo que me puede interesar comprar para inducirme a ello con maestría digital y transformar así en dinero el conocimiento que de mi tienen.

Casi es imposible que las fotos de aquél viaje que tanto me gustó, no acaben en una de las sempiternas redes sociales, colgadas por algún miembro de mi familia o por mí mismo en algún momento de sentimentalismo socializante. Casi es imposible que miríadas de conocidos o de desconocidos no visualicen o puedan utilizar esas imágenes para todo, para nada o para no se sabe qué. Casi es imposible que algún otro de los algoritmos inteligentes que pueblan el mundo del ciberespacio no intente deducir de esas fotografías, del tipo de viaje, de los lugares en los que estuve y de los escenarios que aparecen en las imágenes, cuáles pueden ser mis parámetros de conducta o de consumo para poder venderlos al mejor postor, público o privado. No quiero vivir en un mundo así.

No quiero vivir en un mundo así, atrapado entre la pinza que forman en un lado las grandes corporaciones de muy diversos sectores quienes creen saber todo sobre mí al amparo de la tecnología, que intentan esquilmarme hasta el último céntimo pero que me tratan como basura cuando intento ejercer algún derecho ante su ingente poder cuando considero que ellos sí se han saltado alguna regla que posteriormente su ejército de normas internas, burocracia y leguleyos, se afanan en tapar y justificar, dejándome en la realidad desprotegido porque las normas no son iguales para todos, y en el otro lado de la pinza el “gran hermano público” que al amparo de su supuesta legitimidad democrática y de su papel de protector del ciudadano, se excede en su papel normativo y fiscalizador interfiriendo en la vida del individuo y condenándole al adocenamiento y al borreguismo para poder perpetuar su propia vida como institución.

No quiero vivir en un mundo así pero no se muy bien qué alternativas tengo. Antaño podría haber emigrado a algún lugar recóndito del planeta pero hoy en día la tecnología es tan poderosa que llega hasta el último de los rincones con su ojo digital que todo lo sabe y todo lo ve. Existe una solución más drástica, la desaparición final, aunque me parece una salida estúpida más propia de un romanticismo trasnochado y muy poco práctica porque, a pesar de los pesares, hay muchas otras cosas, como la belleza, el amor o el buen vino, por las que vale la pena vivir, por tanto también debería descartarla. Otra solución sería apoyar un movimiento de verdadera regeneración moral del mundo, apostando por la primacía de la moralidad del individuo, una regulación mínima pero relevante y verdaderamente efectiva con estados mucho más ligeros y proactivos basados en una democracia profunda y no castrada como los actuales, y con una dilución del tamaño y de los poderes de las grandes corporaciones apostando por una desconcentración del capital. Sin embargo esa solución se convertiría en una desigual lucha de titanes de movimientos dispersos de ciudadanos ante los dos grandes poderes del momento: el “big corp” y el “big state”. Difícil salir victorioso.

No quiero vivir en un mundo así pero tal vez la única solución viable es la última que me planteo. Tal vez deba dejar de preocuparme y dejarme llevar por la corriente, aceptar de buen grado las nuevas normas que seguirán viniendo comportándome como un buen ciudadano y agradeciendo que el estado siga cuidando de mí, dejar que la maraña de normas me siga atontando mientras dejo que los grandes grupos empresariales me sigan zarandeando como a una marioneta, que utilicen toda la información de que disponen para que gaste hasta la última moneda y pueda así contribuir al crecimiento económico general que acaba redundando en el beneficio de los de siempre sin considerar nada más.

Y convertirme sin rebelarme en lo que ya prácticamente soy, un objeto al servicio silencioso de esas dos patas de la pinza monstruosa que todo lo engulle y todo lo puede. Tal vez sea lo mejor, tal vez sea más feliz, tal vez deba dejar ya de leer, de tener ese pensamiento crítico que se aleja de las corrientes dominantes, como ya han hecho la inmensa mayoría de mis conciudadanos.


Probablemente sea lo mejor para mí pero dudo que sea lo mejor para mis hijos, para mis nietos y en general para las generaciones venideras. Pero, ¿qué importa, no? No quiero vivir en un mundo así pero eso ya lo solucionarán otros.

martes, 23 de abril de 2013

Un cuento para Sant Jordi


Reedición de este cuento que publiqué en el blog de Joan Melé, dinero y conciencia, en mayo del pasado año. Por desgracia, sigue estando de actualidad. Feliç Sant Jordi !!!

El pasado lunes, como marca la tradición en el día de Sant Jordi, dediqué un rato a pasear por el centro de Barcelona, compré rosas, entré en diversas librerías y me hice con algunos títulos que me interesaban.

En una de las librerías, atestadas de gente por cierto y mientras ojeaba algún que otro libro, me sorprendió escuchar fortuitamente como una chica joven, de unos veintitantos años, le pedía a una de las libreras que le aconsejara algún título que pudiera animar a una amiga suya quien, por una serie de motivos que no desveló, estaba muy desanimada y hundida y buscaba algún libro que pudiera ayudarla a salir de esa pozo.

Lógicamente no me pareció decoroso seguir escuchando aquella charla e incluso me dirigí hacia otra sección pero debo reconocer que la pregunta de la chica me dió que pensar. Probablemente a la librera le pasó lo mismo, aunque en otro sentido, porque su cara de perplejidad y de no saber muy bien cómo proceder ante aquella curiosa pregunta, no tenía desperdicio. Tal vez la amiga de nuestra desconocida protagonista sufría de mal de amores, tal vez había tenido un conflicto con sus padres o tal vez había perdido a un ser querido pero no pude evitar imaginar, - deformación profesional de los economistas -, que probablemente aquella joven era una persona más de entre los millones de desempleados del país, que tal vez había estudiado con ahínco para labrarse un futuro, que tal vez había compaginado sus estudios con algún trabajo temporal o a tiempo parcial y que había seguido los consejos de sus padres quienes seguramente le habían repetido hasta la saciedad aquella famosa frase de “quien de joven no trabaja, de viejo duerme en la paja”.

No se si ese es el caso de la anónima joven o si sólo es fuente de mi imaginación pero voy a seguir con esa hipótesis. Probablemente esa chica había conseguido algún trabajo al finalizar sus estudios y, no mucho tiempo después había acabado engrosando las filas del paro. Al principio no le afectó demasiado, se sentía fuerte y preparada e inició la búsqueda de un nuevo empleo. Los meses fueron pasando y la búsqueda se transformó en una rutina de envío de currículums, de alguna entrevista que otra sin resultados aparentes y esa rutina fue minando su moral hasta que la joven preparada cayo en un estado de confusión y de desesperanza. El mundo que habían conocido sus padres y que le habían vendido de buena fe, ya no existía, se estaba desmoronando.

Siguiendo una conocida inercia humana empezó a buscar posibles culpables empezando lejos de sí misma, los americanos, los alemanes, el gobierno, los bancos, … y como no entendía nada y no se sentía satisfecha, siguió buscándolos más cerca de ella, su antigua empresa, su jefe, su novio, sus padres, hasta que acabó culpabilizándose a sí misma en un proceso de autodestrucción que no la llevaba a nada.

Es evidente que estamos ante una situación económica y social de extrema complejidad, que estamos asistiendo a la crisis de un modelo de sociedad en la que, como en todas las crisis y, recordando a Gramsci, lo viejo no acaba de morir y lo nuevo no acaba de nacer. Es esa situación la que provoca la ansiedad y la incertidumbre, la desesperanza e incluso, como en el caso de la chica de mi imaginario, la sensación de culpa y de incapacidad de obrar que paraliza los sentidos y destruye nuestra voluntad.

De repente mi mente me trasladó a una cafetería. Tenía a aquella imaginaria joven ante mí y tenía que mojarme, tenía que decirle algo, tenía que intentar levantar su voluntad, lo único que podía sacarla de aquel círculo vicioso de inacción y culpa. Y la sensación es que debía hacerlo no como economista, no como técnico que se supone que entiende lo que está pasando, cuáles son sus claves y cuáles sus salidas, sino como ciudadano responsable, como ser humano. ¿Qué podía decirle? Ante aquella incómoda situación, mudo ante la joven que esperaba mis reflexiones, Goehte vino en mi ayuda y, como si de una inspiración se tratara, recordé la famosa frase pronunciada por los ángeles al liberar a Fausto de su pacto con el diablo y permitirle ascender al cielo tras su muerte: “A quien siempre se esfuerza con trabajo podemos rescatar y redimir”. Esa predisposición al trabajo, al estudio, a descubrir cosas que pudieran repercutir en el bienestar de los demás, junto con el amor que había demostrado a Gretchen, la mujer de su vida, fueron las claves para la redención de Fausto.

Esas eran las palabras clave, “actividad” y “amor”. Las palabras que podían sacar a la joven de su estado de prostración anímica. Las ideas fuerza para un renacimiento social porque la joven es, en el fondo, una personalización de toda una sociedad confusa, necesitada de impulso, de retos, de la posibilidad de alcanzar ilusiones no necesariamente materiales. La fuerza de aquellas palabras desactivó el incómodo silencio que se transformó como por arte de magia en una conversación fluida y rica.

Al poco rato la joven había empezado a visualizar de nuevo que era en realidad una persona útil, imprescindible para muchas otros seres humanos. Que había cosas que la motivaban y gentes con necesidades a las que le gustaría ayudar, que tenía que pasar de ser víctima a ser protagonista. Tenía que transformar su amor en acción para cambiar las cosas, allá donde pudiera ser útil, allá donde su capacidad pudiera aportar: organizaciones sin ánimo de lucro, residencias de ancianos, grupos de trabajo que pretendían impulsar nuevas desarrollos o soluciones tecnológícas, iniciativas de todo tipo, empresariales o no, en el ámbito de una nueva concepción de la sociedad. Acción no siempre compensada económicamente en un principio, pero que, tan sólo al verbalizarla, empezaba a dar un nuevo impulso a la alicaida voluntad de la joven, y que tenía la capacidad de devolver el brillo de la esperanza a aquellos bellos ojos apagados tan sólo minutos antes.

Además, esa acción y ese amor, canalizados de forma adecuada, suelen acabar transformándose no mucho tiempo después en oportunidades profesionales remuneradas y, lo que es más importante, de una fuerte impronta vocacional. Allá es donde puedo ser útil, aquello es lo que me gusta, es donde puedo contribuir a cambiar las cosas y, además, me gano razonablemente la vida.

Seguimos charlando un buen rato, intercambiando opiniones, sensaciones y experiencias. Pero yo tenía que irme, mi imaginación debía volar hacia otros lugares. Decidí invitarla y pagar aquellos cafés que nunca fueron ingeridos. Salimos de aquel imaginario local. La chica se despidió de mi con un abrazo que era auténtico y que denotaba cariño y agradecimiento. Con paso decidido y la sonrisa brillándole en los ojos la vi alejarse por las callejas de mi mente. 

domingo, 7 de abril de 2013

La fábula del zapato


Como tantas otras mañanas decidí dedicar unos minutos a disfrutar de la visión de la calle desde la ventana de mi entresuelo.  Apoyado con cierta desgana en el alfeizar, mi taza de café humeante siempre a mano en la contigua mesita y mis ojos destripando a vehículos, tenderos y transeúntes.

Ahí estaban: la pareja de la nueva policía de seguridad ciudadana asomaba por la esquina de la calle Mayor. Con gesto amable interrumpían el paseo de una señora para inspeccionar las suelas de su calzado. Tras unos segundos y con aire sonriente la saludaban y la invitaban a seguir su camino. Con seguridad se trataba de una buena ciudadana cumplidora de las normas y leyes vigentes.

Un sorbo de café me ayudó a recordar aquél desgraciado incidente, tan solo unos meses atrás, en el que un paseante al que los medios de comunicación identificaron como Don Fermín, resbaló mientras caminaba por una de las calles principales de la ciudad con tan mala fortuna que al caer se rompió el brazo. Lógicamente las autoridades, siempre preocupadas por nuestra seguridad como es su obligación, iniciaron una profunda investigación acerca de los hechos y, tras un largo tiempo de concienzudo análisis concluyeron que el accidente se había producido por la confluencia de dos circunstancias, un suelo ligeramente mojado debido a un ligero chubasco caído en las horas anteriores al accidente y unas suelas excesivamente lisas y desgastadas en los zapatos del infortunado paseante.

La reacción de nuestros gobernantes fue inmediata y contundente. Una vez recibidos los informes sobre el accidente en el correspondiente Ministerio, sus probos funcionarios analizaron en detalle el marco jurídico aplicable y se percataron de que, cara a evitar ese tipo de percances en el futuro no podían recurrir a prohibir la lluvia puesto que no estaba clara la soberanía del Estado sobre determinados fenómenos atmosféricos y porque ello, que hubiera sido la solución ideal, hubiera podido provocar reacciones airadas de fabricantes de paraguas, de agricultores y de algún que otro de los pocos grupos de interés y sectores de actividad económica que todavía quedaban en pie.

Ante este panorama, la única actuación posible tenía que realizarse asegurando que los ciudadanos calzaran zapatos que dificultaran al máximo el deslizamiento sobre superficies húmedas o mojadas. Distraído en mis pensamientos continuaba mirando a la calle y pensaba satisfecho en lo seguros que caminaban ahora los transeúntes. Era cierto que en nuestra ciudad llovía más bien poco, por no decir casi nada, pero había que reconocer que la protección y la seguridad del ciudadano estaban por encima de todo. Era feliz. Nuestro Estado se preocupaba por nosotros y una de las muestras más claras era la nueva normativa sobre las suelas de zapato. Lógicamente las cosas había que hacerlas bien y las nuevas regulaciones  permitían que la policía inspeccionara sobre el terreno si las suelas que calzaban los caminantes se adecuaban a la nueva norma. También se había tenido que contratar a un amplio equipo de inspectores que periódicamente visitaban las fábricas de calzado y las zapaterías para asegurar que se cumplía la normativa vigente y que nadie buscaba lucrarse con la inseguridad ajena. 

Un nuevo sorbo de mi taza de café me proporcionó energía adicional.  Y parecía evidente que la necesitaba porque solo en ese momento regresó a mi mente el trámite parlamentario de la ley de seguridad del calzado. ¡Dios mío! ¡Qué infecta es la política! El gobierno solicitando apoyo para la aprobación de una normativa tan esencial para la seguridad ciudadana y que venía a complementar anteriores normas como las que legitimaban el uso obligatorio en zonas urbanas del casco y las coderas para transeúntes o las que normalizaban la utilización de correas de sujeción para pasear por las calles con niños de menos de diez años, y mientras tanto la oposición negándole su apoyo y argumentando que la nueva normativa era insuficiente, que debía ser más estricta y considerar no solo la suela sino la totalidad de la estructura del zapato. Solo así se evitarían tragedias como la acontecida a Don Fermín. Pero, ¿qué querían?, ¿que camináramos por la calle con crampones?

Dejé la mente en blanco por unos instantes mientras asistía al espectáculo de ver como la pareja  de policías de seguridad ciudadana reprendía ahora severamente a un caballero cuyas suelas no debían cumplir la normativa. El hombre protestaba y vociferaba de forma airada. A pesar de la distancia me pareció escuchar alguna palabra suelta como “libertad” o “multa”. Sonreí para mis adentros. ¿No pensaría ese individuo en no pagar la multa que con toda justicia  debían haberle impuesto? Eso era imposible, el Estado tenía acceso a absolutamente todos nuestros datos, nuestras cuentas bancarias, conocía nuestra historia, quiénes éramos, de dónde veníamos, dónde trabajábamos, qué nos gustaba o nos dejaba de gustar, con quién estábamos e incluso qué pensábamos.  ¡Vaya iluso que hablaba de libertad! ¿Qué es la libertad sin seguridad? ¿Se quejaba acaso? ¿No tenía la posibilidad de votar cada cuatro años? Desde luego, la gente cada vez era más desagradecida.

Miré fijamente a la taza de café. Estaba vacía. Cada mañana me ocurría lo mismo, tenía que salir a realizar mis actividades cotidianas pero el mundo era un lugar tan lleno de peligros que necesitaba armarme de valor y el hecho de mirar por la ventana durante unos minutos con mi café al lado era mi particular forma de cargarme de energía y de atrevimiento. Pero ya no había más café,  ya no podía esperar más. Tenía que salir a la calle y, la verdad es que cada día que pasaba, notaba como iba perdiendo tanto las ganas como la costumbre. ¡Suerte que el Estado protege a sus ciudadanos!













martes, 26 de marzo de 2013

El coro (The Choir)


El suave sol de primavera calentaba las blancas paredes de la iglesia del pequeño pueblo costero. Esa calidez gentil propia de mediados de mayo y que precede al sofocante verano levantaba los ánimos de los convidados al bautizo de los primeros gemelos nacidos en la villa. Las risas y el vocerío constituían el típico prolegómeno de una ceremonia festiva en la que familiares y vecinos se mezclaban sin concierto esperando en realidad el momento de la merienda que constituía la verdadera finalidad de la tarde.

Repicaron las campanas indicando el momento de entrar en el templo y los invitados, luciendo sus mejores galas y todavía con la sonrisa en la boca, fueron entrando en la nave y ocupando sus asientos. Poco a poco el sol que se colaba por los vitrales fue reduciendo su intensidad como si alguien en el lejano cielo hubiera disminuido la luminosidad del astro rey o como si de repente los vitrales se hubieran transformado en cristales opacos que solo dejaban pasar una luz mortecina y amarillenta. Padres y padrinos, sosteniendo a los dos bebés se situaron al pie del altar rodeando la pila bautismal. De la puerta abierta de la sacristía situada a la izquierda del altar surgía una luz lechosa y tenue que indicaba la próxima aparición del sacerdote.

Una cierta inquietud rodeaba a los asistentes. Las sonrisas y murmullos que les habían acompañado durante la desordenada entrada en la iglesia y hasta ocupar sus asientos habían ido desapareciendo y se habían tornado en semblantes serios y miradas hipnotizadas, tal vez provocadas por la gélida humedad que se había ido apoderando del ambiente y que parecía haber afectado también a las paredes del templo, otrora blancas, y que en cuestión de minutos se habían llenado de manchas negruzcas y habían adquirido un sucio color grisáceo que alimentaba la sensación de frio y desazón.

En el momento en que la sombra del sacerdote asomó por la puerta de la sacristía espectrales cánticos se elevaron del vacío coro como si este estuviera ocupado por decenas de monjes inexistentes. Los invitados, como en estado de trance, asistían inermes a aquel pavoroso espectáculo. Tan solo una anciana que parecía mantener algo de su cordura se había acercado a los portones en la vana intención de abrirlos y dejar entrar de nuevo el sol y el calor del mundo real. El inútil esfuerzo la dejo exhausta y pareció haber truncado su voluntad haciéndola regresar a su asiento con expresión perdida.

Por fin un hombre alto y enjuto de rostro afilado y cabello escaso y ralo apareció ante la pila bautismal envuelto en una sotana totalmente negra y portando entre sus manos un extraño misal de tapas rojas. Las fantasmagóricas voces que provenían de las sillerías  vacías del coro elevaron el volumen de sus cánticos, cada vez más guturales, cada vez más estremecedores. Tan solo los gemelos parecían ajenos a lo que ocurría mostrándose extrañamente tranquilos y relajados.

El sacerdote abrió su misal y empezó a pronunciar una interminable letanía con una voz autoritaria y profunda y en un idioma que parecía una versión arcaica del latín. Los cánticos de fondo del inexistente coro continuaban ejerciendo su hipnótica influencia y los padres, padrinos y todos los invitados mostraban un estado catatónico y perdido, incapaces de realizar el menor movimiento, con los rostros encerrados en una expresión entre crispada y lóbrega, tal vez debido a la fría humedad que calaba los huesos de los parroquianos, tal vez debido a la inusual oscuridad o a los sonidos de apariencia humana que emanaban del coro.  Los ojos profundos del sacerdote fueron adoptando un tono rojizo hasta que se convirtieron en ascuas colgadas de su rostro alargado y desafiante. El tono de su letanía fue haciéndose más y más profundo hasta que el clérigo se sumió en un profundo silencio y, siempre acompañado por los cánticos semi humanos del inexistente coro, roció las frentes de los bebés con una agua rojiza y espesa para posteriormente hacerles la señal de la cruz en aspa con su dedo pulgar coronado por una uña larga y afilada en la parte posterior del tierno cráneo de los gemelos.

Tras unos instantes que parecieron eternos los cánticos del coro se fueron desvaneciendo y las puertas del templo se abrieron como por encanto. El sacerdote pronunció las conocidas palabras, "podéis ir en paz" y la luz apareció de nuevo alumbrando la tumultuosa salida de los invitados a la plaza de la iglesia, otra vez con su fachada blanca, otra vez con sus vitrales luminosos. Las risas volvieron a los rostros de padres y padrinos. Alguno de los asistentes se lamentaba de que no se hubiera permitido hacer fotografías durante la ceremonia pero a pesar de ello se felicitaban del excelente sermón del sacerdote.

Una anciana se acercó a hacerles carantoñas a los recién bautizados. Al tocarle la manita a uno de los bebés la mujer hubiera jurado que este le dedicaba una mirada maligna y una sonrisa torva, impropias para un niño de tan corta edad, impropias incluso para un adulto normal y en su sano juicio. La mujer se quedó helada y pensativa. Pero no, se dijo, eso eran tan solo cosas de la edad, ¡con lo hermosas que eran aquellas criaturas! ... Mejor era no comentar aquellas sensaciones con nadie o todo el mundo se reiría de ella y lo achacaría a su creciente demencia senil.

domingo, 24 de febrero de 2013

Los deditos de Blanca


Blanca es mi nieta. Tiene poco más de un año y es un encanto. Ya camina, sonríe sin parar y entre grita y balbucea intentando hablar y comunicarse así con sus mayores. Su rostro es increíblemente expresivo y es capaz de transmitir multitud de emociones: alegría, complicidad, deseo, sorpresa, picardía, cariño, tristeza,…

Ese pequeño diablillo alegra la vida de todos los que estamos a su alrededor. Cuando llega a casa desaparece cualquier atisbo de malhumor o de tensión, los problemas se desvanecen y se aplazan hasta que su ausencia nos devuelve de nuevo a la normalidad. Dicen que el ser humano nace con la alegría de la vida profundamente implantada en su ser y confiando en los demás de forma natural. Dicen que tan solo el paso de los años nos transforma en los seres adultos que somos, supuestamente inteligentes, con multitud de normas de etiqueta y de conducta, habitantes de una sociedad que, por el afán de ser competitiva, sagrada palabra que envuelve a todo tipo de actividad humana, sea o no económica, nos vuelve individualistas y desconfiados.

Tan individualistas y desconfiados que necesitamos de un sinfín de reglas, mecanismos, estructuras y sanciones para que no nos devoremos los unos a los otros. Mecanismos, estructuras y sanciones que consiguen lo contrario de lo que se pretendía y que acaban por alimentar a una sociedad anquilosada, egoísta y temerosa, ya no solo de sus congéneres sino también de las numerosas normas que se ha dado a si misma y que son casi imposibles de cumplir en su totalidad tal es la ingente carga normativa que nos abruma.

“Homo homini lupus”. El filósofo británico Hobbes, hacía suya esa conocida frase latina en su “Leviatán”: “el hombre es un lobo para el hombre” y defendía que el egoísmo es un elemento básico definidor del comportamiento humano que provoca que el hombre se dote de una serie de convenciones sociales para suavizar y corregir tal comportamiento facilitando de esa forma la convivencia.

Pero Blanca no conoce a Hobbes ni sabe que el hombre es un lobo para el hombre y sonríe confiada y alegre a todo aquél que se le ponga por delante. Es tal su inocencia que sería capaz de ponerse a jugar con el peor de los mortales quien, a su vez, probablemente fuera también muchos años ha un bebé inocente y un niño alegre y confiado.

Hay que cuidar de Blanca, y hay que educarla, aunque hacerlo a veces signifique acelerar sus pasos hacia la desconfianza para con el género humano. Pero hay algo que todavía inspira mi esperanza. Tal vez algo pueda cambiar en el futuro. Tal vez no sea imprescindible educar en una cierta desconfianza o como mínimo en una cultura de la prevención para sobrevivir. Blanca es una perfecta muestra de nuestra recién estrenada sociedad digital. Se desenvuelve con la soltura torpe de una niña de un año con todo tipo de trastos con pantalla táctil y sus deditos se afanan en pasar de una imagen a otra deslizándose nerviosos sobre el cristal en la esperanza de ver como nuevas imágenes van apareciendo y regalando sus sentidos.

Tal vez, solo tal vez, los deditos de Blanca y de todos los bebés que forman su recién llegada generación, acostumbrados desde pequeños a pasar con facilidad digital imágenes y páginas, sean capaces de pasar la perenne página del egoísmo humano, de la falta de confianza en nuestros congéneres y de su consecuencia, las sociedades excesivamente reglamentadas y ajenas a la búsqueda de la felicidad. Tal vez, solo tal vez, esos bebés de hoy conserven a lo largo de su crecimiento esa inocencia inteligente que haga posible el cambio profundo en las relaciones humanas.

Tal vez, solo tal vez. Yo siento que ya no puedo. Es tarde, estoy demasiado contaminado. Lo sigo intentando pero no se muy bien en quien confiar. Tal vez no confíe ni en mí mismo. Pero tú Blanca, tal vez estés a tiempo. Pasad página con vuestros deditos. Conseguid un mundo mejor. Nosotros no supimos. Si lo intentáis, tal vez, solo tal vez, el hombre deje de ser un lobo para el hombre.

Suerte.