No quiero vivir en un mundo así. Ayer me
desperté con la noticia de que habían puesto un nuevo radar. No podía
creérmelo. Esta vez a tan solo 200 metros de mi casa, en un lugar insólito, una
calle que da a un camino forestal. Casualmente el radar esta orientado hacia la
ligera bajada que hace la calle con una velocidad máxima permitida en la zona
de 30 km / hora. Es muy difícil llevar una velocidad inapropiada en ese lugar.
La calle no es muy amplia y se puede aparcar en ella, además, antes de llegar
al radar hay unas bandas rugosas. Se puede pasar por esa zona a 40 o 50 km por
hora, como máximo pero difícilmente a mayor velocidad. En 20 años que llevo
viviendo en el barrio, no ha habido un solo accidente y, desde luego, no lo ha
habido jamás en el lugar en el que se ha instalado el radar salvo una vez hace
años en que una motocicleta atropelló a un gato.
En cualquier caso, vivimos una evolución
imparable. Hace un tiempo, algún probo funcionario, provisto de no se sabe qué
informes técnicos, dictaminó que, para mayor seguridad de la ciudadanía, en esa
calle debían fijar una velocidad máxima de
30 km / h. Tiempo después y, aprovechando las posibilidades que ofrece
la tecnología, algún político municipal, supuestamente investido por la
delegación del ciudadano a través del voto, ha decidido que el tráfico en esa
zona incorpora tantos riesgos para los vecinos que había que instalar un radar
de velocidad. Estamos ante una decisión difícilmente apelable e indirectamente
democrática. ¡Cómo vamos a cuestionarla!
O, ¿será el motivo real de la instalación del
radar otro muy distinto?
No quiero vivir en un mundo así. Cuando salgo
de mi casa para ir al trabajo y me desplazo en coche me domina el stress y el
miedo. En dos kilómetros a la redonda de mi domicilio encuentro hasta seis
lugares en las que las silenciosas trampas tecnológicas esperan un pequeño
despiste, un desliz, o simplemente que la velocidad a la que uno circula,
exceda ligeramente aquella que un ejército de cargos públicos han decidido que
es la más adecuada para la seguridad del ciudadano o para vaya usted a saber
qué.
Estoy perdiendo facultades, ya no conduzco
con la soltura de antes, ni presento los reflejos adecuados porque estoy más
ocupado en interpretar lo que me indican la multitud de señales y en estar
atento a la ingente presencia de radares, controles y todo tipo de artilugios
instalados para velar por nuestra "seguridad", que mi conducción se
ha hecho torpe y peligrosa. Por otro lado, como la de la mayoría de conductores
con los que me cruzo por las vía públicas, afectados por ese mismo virus del híper
control que genera falta de reflejos y estupidez. Por favor, ¡dejen de
preocuparse por mi seguridad!
No quiero vivir en un mundo así. Luego veré
en la televisión a algún cargo público que de manera ufana nos hablará del
descenso en las muertes provocadas por accidentes de tráfico –hecho del que me
congratulo- y utilizará cualquier estadística de manera torticera para
justificar más y más controles, más y más miedo, peor conducción. Lo que no sabemos
es si esa menor siniestralidad se debe solo a los múltiples controles o a la
mejora en la seguridad activa y pasiva de los vehículos y a la mejora de las
carreteras y de las infraestructuras viarias. Las estadísticas están siempre al
servicio de quienes las interpretan oficialmente. Jamás sabremos la verdad.
No quiero vivir en un mundo así. Porque si
solo fueran los absurdos y sesgados controles de tráfico podría conllevarlo
como una pequeña molestia de la sociedad moderna pero, el tema es mucho más serio.
¿Desde cuándo en los países occidentales una de las formas principales en las
que se mide la aportación de los parlamentos a la sociedad es la llamada
"producción legislativa"? Hay que reconocer que es paradójico que los
representantes del pueblo midan su aportación por la cantidad de leyes y reglas
que publican y no por la calidad de las mismas o por otros parámetros tales
como el incremento de la calidad de vida, la disminución de las desigualdades o
el nivel cultural o de felicidad de la población.
Norma sobre norma, ley sobre ley, reglamento
sobre reglamento. Lo del tráfico es un juego de niños comparado con lo difícil
que es vivir en nuestra sociedad moderna. Es tal el maremágnum de reglas que se
hace complejo cumplir con aquél principio de que "el desconocimiento de la
ley no exime de su cumplimiento". Eso sirve cuando las reglas son pocas,
relevantes y con amplio consenso social pero no es de utilidad cuando la maraña
de normas es enorme, indescifrable, poco importante y en muchos casos discutible.
No quiero vivir en un mundo así. Un mundo híper
regulado empuja al ciudadano a actuar en función a las reglas dejando en
segundo plano la moralidad o el porqué de los comportamientos. En un mundo
racionalmente regulado, la moralidad y la responsabilidad del individuo juegan
un papel relevante, crítico para la conformación de la vitalidad de la
sociedad. En un mundo híper regulado, la moral decae, pierde importancia,
porque lo único relevante es el cumplimiento de las normas. Es tal el peso de
estas en la sociedad que un buen ciudadano acaba siendo aquél que cumple con
las normas sin más, aunque luego sea capaz de cualquier felonía o atropello
motivado por conductas reprobables o de dudosa ética mientras no contradigan
norma alguna.
No quiero vivir en un mundo así, en el que,
además, la legitimidad de aquellos que dictan las normas está en
cuestionamiento constante y que se basa en estructuras administrativas y
políticas cuya principal finalidad es la de perpetuarse. Si por lo menos las reglas fueran iguales
para todos y la exigencia de las mismas a todos los ciudadanos y estamentos,
fuera similar, una vez más podría estar dispuesto a transigir y lo
interpretaría también como el precio de vivir en una sociedad moderna. Pero no
es así, mientras que las indefensas clases menos favorecidas y las clases
medias viven sojuzgados por ese “gran hermano” que todo lo sabe y todo lo ve y
que reclama el derecho a todo saberlo y todo verlo como si por el solo hecho de
ser “lo público” tuviera una bondad divina que le diera el don de la
infalibilidad, las clases altas y los grandes poderes internacionales siguen
encontrando todos los resquicios del mundo para saltarse las reglas cuando les
da la gana.
No quiero vivir en un mundo así. No me gusta
que sea o pueda ser de dominio público que haya enviado una pequeña
transferencia a mi tía de Castellón o que me haya vendido una moto y que una
maquinaria impersonal tenga una lupa tecnológica sobre cualquiera de esos
hechos para sancionarme si he incumplido alguna de las múltiples normas que no
soy capaz de memorizar y mucho menos, de imaginar. Mientras todo eso pasa y las
reglas caen sin piedad sobre el desprotegido ciudadano, los grandes poderes
internacionales no saben, no quieren o no pueden, imponer las reglas de juego acordadas
hace mucho tiempo y que deberían capacitarles para que alguna potencia cuyo
nombre no mencionaré dejara de masacrar impunemente a una población indefensa.
Eso es lo que pasa cuando nos llenamos la boca con declaraciones, reglas,
normas y edictos, que nos olvidamos de lo que es moralmente correcto y del
papel supremo del ciudadano por encima del de la maquinaria social.
No quiero vivir en un mundo así. Mientras
usted lee estas líneas, algún algoritmo supuestamente “inteligente” estará
analizándolas para aportar información a la base de datos de alguna gran
corporación global que me tendrá convenientemente fichado por las cosas que yo
digo o que los demás dicen de mí, sean ciertas o no, en el ciberespacio.
Querrán saber lo que pienso, querrán anticiparse a lo que pueda hacer o,
simplemente querrán saber lo que me puede interesar comprar para inducirme a
ello con maestría digital y transformar así en dinero el conocimiento que de mi
tienen.
Casi es imposible que las fotos de aquél viaje
que tanto me gustó, no acaben en una de las sempiternas redes sociales,
colgadas por algún miembro de mi familia o por mí mismo en algún momento de
sentimentalismo socializante. Casi es imposible que miríadas de conocidos o de
desconocidos no visualicen o puedan utilizar esas imágenes para todo, para nada
o para no se sabe qué. Casi es imposible que algún otro de los algoritmos
inteligentes que pueblan el mundo del ciberespacio no intente deducir de esas
fotografías, del tipo de viaje, de los lugares en los que estuve y de los
escenarios que aparecen en las imágenes, cuáles pueden ser mis parámetros de
conducta o de consumo para poder venderlos al mejor postor, público o privado.
No quiero vivir en un mundo así.
No quiero vivir en un mundo así, atrapado
entre la pinza que forman en un lado las grandes corporaciones de muy diversos
sectores quienes creen saber todo sobre mí al amparo de la tecnología, que
intentan esquilmarme hasta el último céntimo pero que me tratan como basura
cuando intento ejercer algún derecho ante su ingente poder cuando considero que
ellos sí se han saltado alguna regla que posteriormente su ejército de normas
internas, burocracia y leguleyos, se afanan en tapar y justificar, dejándome en
la realidad desprotegido porque las normas no son iguales para todos, y en el
otro lado de la pinza el “gran hermano público” que al amparo de su supuesta
legitimidad democrática y de su papel de protector del ciudadano, se excede en
su papel normativo y fiscalizador interfiriendo en la vida del individuo y
condenándole al adocenamiento y al borreguismo para poder perpetuar su propia
vida como institución.
No quiero vivir en un mundo así pero no se
muy bien qué alternativas tengo. Antaño podría haber emigrado a algún lugar
recóndito del planeta pero hoy en día la tecnología es tan poderosa que llega
hasta el último de los rincones con su ojo digital que todo lo sabe y todo lo
ve. Existe una solución más drástica, la desaparición final, aunque me parece
una salida estúpida más propia de un romanticismo trasnochado y muy poco
práctica porque, a pesar de los pesares, hay muchas otras cosas, como la
belleza, el amor o el buen vino, por las que vale la pena vivir, por tanto
también debería descartarla. Otra solución sería apoyar un movimiento de verdadera
regeneración moral del mundo, apostando por la primacía de la moralidad del
individuo, una regulación mínima pero relevante y verdaderamente efectiva con
estados mucho más ligeros y proactivos basados en una democracia profunda y no
castrada como los actuales, y con una dilución del tamaño y de los poderes de
las grandes corporaciones apostando por una desconcentración del capital. Sin
embargo esa solución se convertiría en una desigual lucha de titanes de
movimientos dispersos de ciudadanos ante los dos grandes poderes del momento:
el “big corp” y el “big state”. Difícil salir victorioso.
No quiero vivir en un mundo así pero tal vez
la única solución viable es la última que me planteo. Tal vez deba dejar de
preocuparme y dejarme llevar por la corriente, aceptar de buen grado las nuevas
normas que seguirán viniendo comportándome como un buen ciudadano y
agradeciendo que el estado siga cuidando de mí, dejar que la maraña de normas
me siga atontando mientras dejo que los grandes grupos empresariales me sigan
zarandeando como a una marioneta, que utilicen toda la información de que
disponen para que gaste hasta la última moneda y pueda así contribuir al
crecimiento económico general que acaba redundando en el beneficio de los de
siempre sin considerar nada más.
Y convertirme sin rebelarme en lo que ya
prácticamente soy, un objeto al servicio silencioso de esas dos patas de la
pinza monstruosa que todo lo engulle y todo lo puede. Tal vez sea lo mejor, tal
vez sea más feliz, tal vez deba dejar ya de leer, de tener ese pensamiento
crítico que se aleja de las corrientes dominantes, como ya han hecho la inmensa
mayoría de mis conciudadanos.
Probablemente sea lo mejor para mí pero dudo
que sea lo mejor para mis hijos, para mis nietos y en general para las generaciones
venideras. Pero, ¿qué importa, no? No quiero vivir en un mundo así pero eso ya
lo solucionarán otros.